Lampedusa, travesía africana

Este texto de Mattathias Schwartz, que publicamos originalmente en nuestra antología ‘En tierra de nadie’, aparece también en la compilación ‘Desierto salvaje’, que conmemora el Día del Libro 2024.

26 abril 2024

«Better Lives: Nelson Manuel» (detalle) © Sue Williamson, 2003


Camina hacia el oeste, adéntrate en el desierto. Lleva higos, agua, dinero, un teléfono móvil. Descansa durante las horas de sol. Camina con dirección al atardecer. Camina durante toda la noche. Después de tres o cuatro días encontrarás un sendero. Pregunta cómo llegar a la ciudad. Pregunta y camina, pregunta y camina, hasta llegar a Jartum, en Sudán. Encuentra a una persona en la que puedas depositar tu dinero, alguien de confianza. Alguien que sabes que contestará el teléfono. A partir de aquí, el viaje es más difícil, más costoso. Ten cuidado al elegir tu guía. Algunos son más confiables que otros. Te dirán que llegar a Trípoli cuesta mil cuatrocientos, mil seiscientos dólares. Pero, con un mal guía o mala suerte, algunos pagan muchas veces ese precio —o cosas peores.


En Eritrea cumples dieciocho años y tienes que entrar en el ejército; te quedas ahí muchos años, algunos durante el resto de su vida. Trabajas por pocos dólares al día —en construcción, agricultura, minería. Aquellos que se niegan son enviados a la cárcel. No hay otra opción. Queríamos una vida mejor, una vida libre y normal. Escuchamos que en Europa puedes vivir como quieras. Así que dejamos Eritrea para ir a Sudán, a Jartum, luego por el Sahara hasta llegar a Libia. Éramos ciento treinta y uno. Esta es la historia que contamos más tarde a la policía, los periodistas y los tribunales. Un día, un grupo armado de somalíes nos alcanzó. Nos metieron en camionetas y nos llevaron al pueblo de Sabha, en donde nos encerraron en una casa. Nos hicieron permanecer de pie durante horas. Nos colgaron de cabeza y nos pegaban en las plantas de los pies. Nos apuntaban con armas en la cabeza y disparaban balas al suelo. Se llevaron a dos de nuestras mujeres más jóvenes al desierto, las violaron y regresaron solo con una. Mojaron todo el piso y trataron de electrocutarnos con un cable de alta tensión. Solo consiguieron cortar la luz.


Los somalíes querían un rescate de tres mil trescientos dólares por persona. Dos semanas más tarde, la mayoría de nuestras familias habían pagado, así que nos trasladaron a Trípoli. Nos llevaron con Ermías, un traficante. Era de piel oscura, de unos treinta años, bien alimentado. Nos cobró mil seiscientos dólares a cada uno por conseguirnos lugar en una embarcación a Lampedusa. Es una isla italiana a un día de viaje desde la costa de Libia. Muchos de nosotros nunca habíamos visto el mar y no sabíamos nadar. Le preguntamos si podíamos pagar extra por chalecos salvavidas; Ermías se negó. Sus hombres nos encerraron en una bodega con muchos otros, donde esperamos todo el mes de septiembre de 2013. El 2 de octubre, horas antes del amanecer, nos llevaron a la costa, y de ahí a una barcaza de unos veinte metros de largo. Metieron a más de quinientos de nosotros en el puente, en la cubierta y en las cabinas inferiores. A los traficantes no les gustaba cómo lucía el barco, demasiado viejo y sumergido por el peso. Pero dijeron: «Si Dios quiere, tendrán suerte».


El barco zarpó. Mandamos a las mujeres y niños abajo, en donde iban a estar más cómodos. Algunos escribimos los números de teléfono de nuestras familias en la ropa que llevábamos puesta. Una mujer, amontonada en una de las cabinas, escribió un número en la pared. Era de un sacerdote católico, abba Mussie Zerai —el padre Moisés. Su número está escrito en los muros de las prisiones de Libia. Creíamos que podía lograr que un barco de rescate apareciera en medio del mar.


El capitán era un tunecino que no hablaba nuestro idioma. Encendió el motor justo cuando el sol se ocultaba. A las tres de la madrugada del 3 de octubre, el motor se detuvo. Estábamos lo suficientemente cerca para ver las luces en la orilla. Lampedusa. Esperamos a que el motor arrancara de nuevo. El agua empezó a entrar en el barco. El capitán recogió algo y lo rasgó —¿una sábana, una prenda de vestir, una manta? La sumergió en combustible y le prendió fuego para pedir ayuda. Algunas personas entraron en pánico cuando la vieron arder, y todos empujaban hacia la proa, que comenzó a hundirse con nuestro peso hasta que el barco se volteó por completo y nos arrojó al mar.


«Probemos nuestra suerte», dijimos, y empezamos a nadar. Del mar salían manos que nos jalaban hacia abajo. Nos librábamos de ellas. A través de las pequeñas ventanas de la embarcación podíamos ver dentro de las cabinas. Algunos vieron a sus hijos, hijas y esposas y decidieron ahogarse; algunos se ahogaron tratando de salvarlos. Algunos gritaron sus nombres y los nombres de sus aldeas, para que las noticias de su muerte pudieran llegar hasta la costa.

«Sea of Ash» (detalle) © Michael MacGarry, 2015


Alrededor de las nueve de la mañana del 3 de octubre, el teléfono del padre Mussie Zerai comenzó a sonar sin parar. Afuera de su departamento en la diócesis católica de Friburgo, Suiza, se podían ver los Alpes sobre los techos de tejas rojas y la catedral gótica del pueblo medieval. Las llamadas provenían de Suecia, Noruega, Eritrea, Italia, Sudán y Lampedusa. Una embarcación que viajaba desde Libia se había incendiado y naufragado. Al menos ciento once personas habían muerto y más de doscientas estaban desaparecidas. Eran noticias tristemente comunes —en los últimos veinte años, más de veinte mil migrantes han muerto en su viaje a Europa. Serían muchos más si no fuera por Zerai, un exiliado eritreo de treinta y nueve años cuyo número telefónico circula entre los africanos de camino a Europa como un 911 mediterráneo. Los barcos en peligro llaman a Zerai vía teléfono satelital, y él anota sus coordenadas y las envía a las autoridades italianas para que lleven a cabo el rescate. Cuando el rescate no sucede, Zerai usa la televisión italiana, el radio y correos masivos para nombrar a los que cree responsables. Según la Guardia Costera Italiana, las llamadas de Zerai han ayudado a salvar a cinco mil personas.


Lo que impactó a Zerai el 3 de octubre fue la cercanía del barco con la costa. Que cientos de personas se hayan ahogado a menos de un kilómetro de Lampedusa se revelaba como una manifestación de la actitud de Europa hacia la migración africana. Zerai declaró a un servicio de noticias italianas que las muertes eran «el resultado de una relación enfermiza entre el Norte y el Sur del mundo». Los buzos guardacostas pasaron la semana siguiente sacando cuerpos del casco del barco. Entre ellos, 45 metros bajo el agua, un bebé recién nacido, todavía unido por el cordón umbilical a su madre, quien se había ahogado dando a luz.


Zerai creció durante la lucha interminable de Eritrea por su independencia. Era muy joven cuando su pueblo natal fue atacado. Un día, mientras los muros de su casa se sacudían con explosiones de bomba, su abuela los llevó a él y a sus hermanos a un refugio bajo tierra, se arrodilló con ellos y comenzó a rezar. Zerai trabaja ahora para el Vaticano como párroco, sirviendo a los miles de eritreos católicos que viven en Suiza. Sus cuentas de teléfono pueden alcanzar los mil euros al mes. Durante un tiempo, Zerai recaudaba decenas de miles de euros para pagar los rescates que le pedían sus interlocutores, hasta que se dio cuenta de que hacer eso era como tratar de sofocar un incendio arrojándole leña. Ha expuesto la situación insostenible de la migración africana ante ministros italianos, comisionados de la Unión Europea y dos papas.


Un par de semanas después del naufragio del 3 de octubre, Zerai se preguntaba si habría alguna respuesta a la desgracia. «Los políticos hablan, hablan, hablan, pero… —dijo, y se encogió de hombros—. Cada año es lo mismo. En unos meses nadie se acordará de esto. A menos que nosotros lo estemos recordando todo el tiempo. —Con un pañuelo se secó el sudor de la frente—. No es posible que lleguemos a aceptar este tipo de tragedia como algo normal —continuó—. Esto no es un accidente normal.»


Lampedusa es una isla diminuta, de once kilómetros de largo, de tierra caliza y árida. Junto con la vecina Lampione, es el último rastro de Italia en la plataforma continental africana. Casi todo el terreno de la costa sur, donde las grandes olas del siroco se estrellan contra los riscos expuestos, es inaccesible. Después de la Segunda Guerra Mundial, disfrutó sesenta años de paz como un pueblo aletargado de pescadores y turistas. En el 2000, una oleada de violencia xenófoba se apoderó de la Libia de Muamar al Gadafi y los inmigrantes desplazados de toda África comenzaron a llegar en barco. En 2009, cuando la tolerancia de Italia hacia los recién llegados disminuía junto con sus indicadores económicos, el gobierno de Silvio Berlusconi cambió el nombre del centro de recepción de Lampedusa, que tenía entonces once años, por el Centro de Identificación y Expulsión. Hoy, junto con el Marruecos español, Chipre, Isla de Navidad y Nauru, Lampedusa es uno de los limbos del mundo donde las naciones desarrolladas deciden quién merece más una nueva vida al otro lado del muro.


La mayoría de los sobrevivientes del 3 de octubre aspiraban a un estatus oficial como «refugiados», lo que significa que habían huido de la persecución política y tenían derecho a protección según la ley internacional. Algunos llaman a los sobrevivientes «solicitantes de asilo», para subrayar la fragilidad de sus derechos. En Italia, se les llama clandestini. En Argelia, harraga, que en árabe significa «los que arden» —algunos africanos destruyen sus documentos antes de llegar para evitar que los regresen. Los medios los llaman «migrantes», insinuando que dejaron África por razones únicamente económicas. El poder de decidir quién es un refugiado y quién es un migrante usualmente recae en los entrevistadores del centro en donde los sobrevivientes terminan solicitando asilo. El tiempo que tardan en otorgárselos varía enormemente. En Lampedusa, los recién llegados intentan evitar que sus huellas dactilares queden registradas en Italia para poder solicitar asilo en Noruega, Suiza o Suecia, países que reciben más solicitudes de asilo de eritreos que cualquier otro país. El Código de Fronteras Schengen de 2006, que elevó los muros legales que rodean a Europa y los bajó al interior, funciona a favor de los recién llegados que continúan hacia el norte.


Los familiares conducirán treinta horas de Oslo a Sicilia y regresarán con su familiar, aprovechando las fronteras internas abiertas de la Unión Europea. Los que no tienen a quien llamar a menudo terminan viviendo en baraccopoli —barrios miserables— a las afueras de Milán y Roma.




Mattathias Schwartz (Portland, 1979) es un periodista estadounidense. Ha colaborado en medios como Harper’s Magazine y The New Yorker. En 2011, su investigación «A Massacre in Jamaica» ganó un premio Livingston, especializado en seleccionar a los mejores jóvenes periodistas de Estados Unidos.

«Lampedusa» es parte de la antología En tierra de nadie, editada por Gris Tormenta y publicada en octubre 2018. El libro compila memorias y narraciones personales sobre la migración y el exilio. El texto se ha adaptado ligeramente para esta versión, que se incluyó en la compilación Desierto salvaje, parte de una pequeña colección de libros que, año con año, han celebrado la colectividad en la edición independiente en México.


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