Arrinconar al yo

El siguiente texto de Phillip Lopate es el prólogo a ‘Cinco miradas sobre el yo’, una selección de las obras de Michel de Montaigne, Charles Lamb, Fiódor Dostoievski, Natalia Ginzburg y Nancy Mairs que revelan procesos formativos, de memoria e identidad literaria.

Como la mayoría, creo que tengo un ser, un núcleo de mimismitud consistente, aunque no sería capaz de señalar a alguna entidad física ni localizarlo en mi cuerpo. Por ser me refiero al yo, a una conciencia constante, una que se extiende de manera continuada desde el pasado hasta el presente. ¿Se trata de algo parecido al alma, otro no sé qué invisible que se dice que existe en nosotros? No lo creo. La palabra alma sugiere una espiritualidad enaltecedora, mientras que el yo es más mundano y moralmente neutro. El ser es el motor que nos echa a andar, y puede apreciarse en términos del inglés como self-starter, self-respect, self-centered, self-confident, self-delusional, self-aware, self-appointed, self-abased, self-controlled, self-conscious, self-cleaning, self-destructive [«emprendedor», «amor propio», «egocéntrico», «seguro de sí mismo», «autoengañado», «autoconsciente», «autoproclamado», «autohumillado», «autocontrolado», «consciente de sí mismo», «autolimpiador», «autodestructivo»].


Sé que cuando era niño no tenía este yo tan escarpado que ahora tengo; entonces, ¿cuándo y cómo fue que apareció? «El ser no es algo que esté hecho previamente, sino algo que está en constante formación por las acciones elegidas», escribió John Dewey. Podemos por lo menos estar de acuerdo en que se trata de un proceso constante, aunque algunos filósofos protestan que no tenemos tanto libre albedrío como lo sugiere la palabra elegidas, empleada por Dewey. De una u otra forma, desarrollamos un ser utilizable. Parte de este puede haber germinado a partir de nuestros contextos familiares y de clase, y otra parte surgido de nuestra resistencia a esas influencias, o de alguna combinación dialéctica de las dos maneras.


En mi caso, percibo con claridad que las lecturas que realicé en la adolescencia contribuyeron a moldear el carácter que ahora proyecto hacia el exterior y que experimento hacia dentro por medio de mis diálogos interiores. Pero, ya sea que haya sucumbido al moldeado que hicieron de mí aquellas voces literarias o que ya tuviera yo esas tendencias esperando a ser magnificadas por los autores con los que me topé, se trata de una cuestión del tipo el huevo o la gallina que no tengo manera de resolver. Y, a final de cuentas, tampoco importa.


Por ejemplo, como estudiante de licenciatura me sentía atraído a textos irónicos, escépticos y racionales escritos en primera persona, como Apuntes del subsuelo, de Dostoievski, La conciencia de Zeno, de Svevo, y Memorias póstumas de Blas Cubas, de Machado de Assis. Este último es narrado por un protagonista muerto, lo que le da una cierta distancia irónica confiable: los fantasmas no tienen motivos para mentir. La idea del narrador poco fiable o sospechoso, como los que aparecen en El buen soldado, de Ford Madox Ford, «Mi última duquesa», de Browning, o El inmoralista, de Gide, también me atraía, ya que otra manera de proyectar un yo es exagerar sus rasgos más allá de la prudencia y el sentido común. El autor puede crear una tensión entre el testimonio subjetivo del narrador y las sospechas del lector que sugieren que hay más de lo que parece. El ser se percibiría entonces como un órgano que se justifica a sí mismo, subjetivo e incapaz de contar toda la verdad —parte justamente de lo que hace que la dificultad sea disfrutable para el lector. Freud, Nietzsche y Benjamin embellecieron mi educación con textos que leí más por sus alusiones seductoras que porque albergara esperanzas de entenderlos.


Platón dijo que lo más importante era conocerse a uno mismo; sin embargo, es más fácil decirlo que hacerlo. Nietzsche escribió: «Nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca —¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos? [...] Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que confundirnos con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que dice: “Cada uno es para sí mismo el más lejano”». Freud observó algo muy similar acerca de nunca ser capaces de vernos a nosotros mismos con claridad. De hecho, la psicoterapia es en esencia un proceso que busca echar luz sobre nuestro ser misterioso, parcialmente oculto e inconsciente. Así que el yo es tanto la herramienta que usamos para descubrir la cantera como la cantera misma.


Otra técnica para entender el núcleo de nuestro ser es escribir ensayos personales. Montaigne, el padre del ensayo moderno, dijo que al escribir sus ensayos estaba dándole vida a su ser completo. También era capaz de verse a sí mismo como un amasijo de contradicciones, como lo apuntó en «De la inconstancia de nuestras acciones»: «Todas las contradicciones se encuentran en [mi alma] desde algún ángulo o de alguna manera. Vergonzoso insolente, casto lujurioso, locuaz taciturno, laborioso indolente, ingenioso torpe, mohíno jovial, mentiroso veraz, sabio ignorante, y liberal y avaro y pródigo: todo eso lo veo en mí en alguna medida, según me gire; y quien se estudie con mucha atención hallará en sí, hasta en su juicio mismo, esa veleidad y discordancia. Nada puedo decir de mí de modo completo, sencillo y consciente, sin confusión y sin mezcla, ni en una sola palabra». Su sabiduría le permitió a Montaigne aceptar sus flaquezas y sus contradicciones con regocijo y ecuanimidad. «Yo me estudio a mí mismo más que ningún otro objeto. Esta es mi metafísica, esta es mi física.» Lo intrigó, no lo perturbó, el descubrimiento del continente que halló explorando sus múltiples facetas o sus yos —el uso del plural es aconsejable, ya que todos esos se sumaban para formar un único y amplio ser.


Los ensayistas ingleses del siglo XVIII Joseph Addison, Richard Steele y Samuel Johnson escribieron desde un yo más o menos normativo. Pero al inicio del siglo XIX aconteció un cambio: William Hazlitt y Charles Lamb comenzaron a caracterizar a sus voces en primera persona como excéntricos, anormales e incluso neuróticos. En el bello ensayo de Lamb titulado «En la noche de Año Nuevo», retrata a su persona sustituta y semificticia, Elia, como alguien demasiado apegado al pasado, muy infantil o regresivo como para convertirse en padre. «En un grado inferior de la condición humana, mi debilidad es volver la mirada a esos primeros días. [...] Quizá mi fascinación por complacer, sin esperar respuesta, en aquel entonces, era un síntoma de cierta idiosincrasia enfermiza.» En lugar de establecer su fortaleza y su hombría, como lo harían muchos autores masculinos, en su último ensayo conclusivo Lamb dijo de su suplente, Elia: «En gran medida era un hombre niño. La toga virilis nunca cayó cómodamente sobre sus hombros».


Aquellos que se dan a la tarea de describirse a sí mismos con pelos y señales lo suelen hacer de manera autodespreciativa o vanagloriándose. El hombre del subsuelo de Dostoievski hizo ambas. Su desasosiego era un instrumento melifluo. En la película clásica Les Enfants du Paradis (Los hijos del paraíso), el archicriminal Lacenaire sale a escena y recita una especie de aria magnífica acerca de sus vicios y predilecciones. Parece mucho más consciente de sí mismo que el protagonista, Baptiste, que deambula por ahí, temperamental y perdido de amor. Los villanos suelen estar mucho más conscientes de sí mismos que los héroes (piense en Yago y Otelo): hacen de la descripción propia una exhibición sádica. Al estar equipados con un nivel de autoconciencia acerca de su mal carácter, aunque esté distorsionada por sus resentimientos, son más libres para causar problemas a quienes tienen alrededor.


Algunos críticos teóricos han buscado minimizar el asunto de la elección en el proceso de adquirir un ser y enfatizan más bien la influencia de los medios masivos en la cultura del consumo. Es como si todos fuéramos robots continuamente programados por comerciales, algo que me permito dudar, aunque sin duda somos susceptibles a las influencias del exterior. Lo que sin duda es cierto es que nuestro yo está moldeado en gran medida por el impacto que los otros tienen en nosotros. La conciencia de uno mismo comienza por lo general al enfrentarnos al desafío que suponen los demás y no cuando estamos simplemente sentados en nuestra habitación leyendo. Natalia Ginzburg, en el excelente ensayo «Las relaciones humanas», sigue la manera en la que su ser más joven, alienado y ansioso por ser aceptado, se aferró a la moda de tal o cual compañera popular. El solo hecho de que emplea la primera persona del plural (nosotros) para describir su experiencia implica que no se arroga todo el crédito de la originalidad, sino que está siendo jalada, llevada y traída por varias presiones sociales, hasta que finalmente la acumulación de historia y tragedia personal da como resultado un ser establecido, para bien o para mal, en Natalia Ginzburg. Claro, el hecho de que ella escribía le ayudó a cristalizar ese ser y a darle una forma articulada.


Las tendencias recientes en la afirmación de las políticas de identidad han motivado a muchos escritores a reivindicar un yo que está ubicado parcialmente dentro de un grupo o una tribu. Sea que esté determinado por el grupo étnico, la nacionalidad, el género, la discapacidad, la complexión, la edad, la religión, por ser víctima de abuso sexual o algo más, el escritor es libre de especular acerca del grado en que considera que su ser innato es atribuible a su pertenencia a una u otra agrupación, o no. Nancy Mairs, en su cándido e ingenioso ensayo «Sobre ser una lisiada», asume el crudo término lisiada en lugar de eufemismos más suaves con los que este ha sido reemplazado. «Como lisiada, me conduzco con estilo», escribe. Su aceptación de la esclerosis múltiple se beneficia en parte de que la mira directo y sin parpadear. Como ella misma dice, «no soy una enfermedad», sino alguien que está aquejada por una, y es parte de la carga aceptada por su ser.


Así, cada uno de nosotros construye un yo alrededor de sus recursos, talentos y circunscripciones. Es una medida de madurez cuando somos capaces de definirnos por nuestras limitaciones, e incluso cuando llegamos a apreciarlas. Por fin entendemos que no podemos ser todo, soldados y pacifistas, santos y pecadores; somos, lo queramos o no, este conjunto particular de virtudes e inadecuaciones. Como dijo alguna vez Gertrude Stein, lo que nos avergüenza de nosotros mismos en la juventud más adelante nos parecerá parte de nuestro encanto.


Me encuentro, a los ochenta años, con un ser bastante necio y predecible acerca del cual puedo hacer poco, salvo aceptar sus consecuencias. Ya que me gusta pensar que soy en esencia una persona cariñosa y amable, me apena mi brusquedad periódica y mis crueldades con los demás, las cuales parecen irrumpir sin aviso. No soy cruel de manera tan regular como para llegar a presumirlo, como lo haría un buen villano. Más bien, mi ser observa y toma nota: una contradicción más que reconocer con perplejidad.


Cuando era más joven, acudí varias veces a psicoterapia. Me pareció que hasta cierto punto resultó benéfica. Me hacía sentir menos solo. Solía pensarse que la psicoterapia destruiría la fuerza creativa que hay en uno al ofrecer soluciones demasiado simples a misterios inconscientes que de otra forma habrían alimentado las narrativas personales, pero no fue mi caso. He estado escribiendo ensayos personales y memorias desde hace décadas y el resultado es que he afinado mi voz con un estilo que persiste de una obra a la otra. ¿Soy exactamente congruente con el ser que aparece en mis escritos autobiográficos o más bien mi estilo ha reemplazado y suavizado algunas de las peculiaridades de mi personalidad? ¿El yo que ahora poseo se ha acomodado a un estilo estable si bien espurio? ¿Qué es lo que he perdido, si acaso, en el proceso? Soy la última persona que puede responder estas preguntas. No puedo ver a mi ser, solo puedo echar mano de él.



Phillip Lopate (Brooklyn, 1943) es escritor. Ha compuesto novelas, poemas y artículos sobre arquitectura, urbanismo y cinematografía, pero es sobre todo conocido por su estudio y aproximación al género ensayístico en la literatura norteamericana. Su antología The Art of the Personal Essay ha sido celebrada en todo el mundo. Es el lector invitado del libro Cinco miradas sobre el yo, publicado por Gris Tormenta dentro de su colección Miradas, en donde un invitado elige las cinco obras o fragmentos que mejor representan para él un concepto literario.


Traducción del inglés de Pablo Duarte.


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